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El otro yo de Enrique Iriarte: culebra ebra ebra ebra abra - Ángel Gustavo Infante



Enrique "Culebra" Iriarte y Oscar D'León
Una tarde de 1964, en el receso de un ensayo de la Sonora Caracas, Johnny Pérez ordenaba el repertorio con Canelita Medina y Gaspar Navarro, cuando de pronto aparece el trompetista Jorge Contramaestre acompañado por un joven moreno muy delgado. Johnny se pone de pie y con su humor habitual, sin apartar la mirada del chico, le pregunta al trompeta:

-Pero bueno, Jorge, ¿de dónde sacaste tú a este muchacho tan flaquito que parece una culebra?

La respuesta de Contramaestre, quien era amigo de Guillermo Ruiz, el padre de Eusebio Enrique ‒que así se llamaba el muchacho‒, debió ser tan breve como la historia de alguien con apenas 17 años de edad. No obstante, comenzó con un detalle que prolongó el receso por el resto de la tarde: el joven venía de tocar en “El Campito”, el burdel más famoso de La Guaira.

De inmediato, el personal se concentró alrededor de los recién llegados, con la excepción de Canelita, quien discretamente salió del local, tomó el largo pasillo hasta la salida del edificio Karam y subió hasta Veroes, más interesada en las novedades del Almacén Americano que en las truculencias del “Culebrita”. La curiosidad de todos ‒desde Alirio Ramos, hasta Tigre Manso, pasando por La Gata Tobita, Paquito El Cubano, Pescaíto, León, el negro Báez, Gaspar y el propio Jhonny‒ no la movía simplemente el prostíbulo, cuyo ambiente ninguno desconocía. El interés colectivo tenía un centro: la muerte del enano.

El enorme piano estaba detrás de todo el mundo, entre el humo y la penumbra. Y Eusebio Enrique frente a las blancas y las negras que acariciaba de oído, justo cuando el cantante Pepe Tovar arrancó con el numerito popularizado por Tito Rodríguez: Porque nadie invita al oso / a bailar pachanga / porque el oso como es oso / goza la charanga, se produjo un alboroto en una de las mesas donde precisamente se hallaba Pancho López, un enano que vivía en el negocio y fungía de ayudante en todo tipo de trámites, muy popular entre la clientela y muy querido no solo por las 120 mujeres que laboraban en el local de Catia La Mar, sino por toda la zona de tolerancia del litoral central, incluidos los dueños y el personal de El Trapiche, en la subida de Guaracarumbo y de La Pedrera, en Montesano.

El pianista, desconcertado, solo alcanzó a ver como en una película muda un bulto oscuro que era lanzado varias veces hacia arriba, hasta pegar del techo y, enseguida, oyó los gritos de la multitud, cuando Pepe, sin advertir las señales que le hacía El Moro para detener la pieza, siguió cantando:

El oso mediano

le dijo al oso mayor:

en esta familia

hay una gran confusión

entre la pachanga,

la charanga

y el danzón.

Eusebio Enrique dejó de tocar, saltó como un resorte al entender la gravedad del asunto y trató de abrirse paso hasta el enano. Cuando llegó ya era tarde: el hombrecito convulsionaba, boca arriba, sobre la pista de baile. El cráneo acusó recibo del golpe que ninguno de los hombres que jugaban a lanzarlo y atajarlo trató de evitar. De modo que no pudo satisfacer a la audiencia con los detalles, eso se lo dejaría a Román Chalbaud, quien a comienzos de los años ochenta restauró el suceso al rodar La gata borracha en La Pedrera.

Esa noche la consternación le ganó la partida a la farra. Cuando Andrés Moro ‒mejor conocido como El Moro‒ guardó la guitarra, algunos de sus compañeros del conjunto Costa Mar decidieron imitarlo: Pepe desconectó el micrófono, Alfonzo Contramaestre ‒hermano de Jorge, el trompetista que lo llevó con Johnny Pérez‒ cubrió la batería y Eusebio Enrique hizo lo propio con el piano. El resto de los músicos se disolvió entre la concurrencia para averiguar los pormenores de la tragedia.

Luego, a solicitud de la parte interesada, el muchacho debió hablar de su experiencia. De ello dependía su ingreso en la orquesta. Y no se le ocurrió mejor comienzo que contar su primera noche en el burdel a donde fue recomendado por su hermano Pedro Iriarte, quien conocía muy bien el ambiente nocturno de La Guaira. Su ingreso al Costa Mar coincidió con la muerte de un haitiano que hacía el acordeón. Aparte de la edad, no tenía otro obstáculo para cubrir la emergencia: era un repertorio popular, él se lo sabía de memoria y, como la mayoría de las piezas era de la Orquesta Aragón y de la Sonora Matancera, las interpretaba de oído desde 1960 ‒a sus 13 años de edad‒ cuando su papá llevó el primer piano a la casa. Las novedades eran dos: el alcohol y las mujeres. Y solo una de ellas le causaba gran inquietud. Si bien en ninguna tenía experiencia, la primera no le preocupaba: apenas tendría en su haber una cerveza o, mejor, la mitad de una media jarra “Victoria”; pero esto formaba parte de la cotidianidad en el barrio Los Cocoteros donde vivía. Ahora, lo segundo era cosa de otro mundo: ¡Jamás había visto tantas mujeres juntas bajo un mismo techo! ¡Y todas tan “sabrosonas”, menos! ¡Ay, bendito!

Entonces, para resumir la situación, a la vez de demostrar sus destrezas, se sentó al piano que pocos días atrás había dejado Carlos José Maitín y tocó aquella pieza de la Aragón:

Es la reina del solar

tan sabrosona y tan dura

que tiene algo en la cintura

que a cualquiera hacer vibrar

Todos los hombres la admiran

por su manera de andar

oye prieta sabrosona

conmigo vas a acabar

¡Ay Dios!

Todos celebraron la ocurrencia por largo rato, al punto de que Eusebio Enrique debió pedir silencio para concluir su relato de este modo:

-Al día siguiente de mi debut ya era la una de la tarde y yo no había llegado a la casa, donde estaba mi mamá muy alarmada. Pedro, que se las sabía todas, me encontró empiernao; pero jamás se lo dijo a la vieja.

Así nació el otro yo de Enrique Iriarte, quien a su vez había nacido en Maiquetía, el 24 de enero de 1947. Con Culebra entró a la vida profesional durante los últimos días de la Sonora Caracas, cuando el país iba recobrando la paz con el presidente Leoni. Del prostíbulo pasó a alternar con los grandes, como Fajardo y sus estrellas, en el Jardín Covadonga del Centro Asturiano, en el Club Las Fuentes, en el Valentino.

Hasta entonces, la vida solo había sido un juego animado por el bachaco Ruiz, su padre, quien de oído tocaba piano, violín, cuatro y guitarra, y a fin de año armaba con ocho de sus hijos el conjunto San Rafael para animar la navidad porteña. La niñez también trae de fondo la voz de su mamá, Carmen Ana Iriarte, a quien le gustaba cantar. De día lavaba, planchaba y repetía las tristes letras de Andrés Cisneros. De noche, mientras preparaba la cena, sintonizaba Radio Tropical y escuchaba, con los ojos iluminados por los reflejos del mar, al “Ídolo Romántico de América”: Jose Luis Moneró, quien acompañado por la orquesta de la emisora bajo la dirección de Frank Asencio, interpretaba los éxitos de Noro Morales, Alberto Salinas y Anselmo Sacasas.

De modo que Enrique Eusebio se supo músico en plena adolescencia, cuando acompañaba con el cuatro el pianito de su líder eterno, don Guillermo, bajo las ventanas en las noches guaireñas. Se despidió del bachillerato en segundo año y entró con Francisco Liendo, futuro saxofón de la Billo’s Caracas Boys, al Conjunto de Bomberos de Maiquetía que, entre otras funciones, cumplía la de amenizar las fiestas de la Intendencia Municipal en Gato Negro y las de todos los apagafuegos de la región central. Por su corta edad, la participación del pianista estaba supeditada a la autorización paterna y en una ocasión, en la cual la banda debía presentarse en Valencia y el viejo se hallaba disgustado con el muchacho, este tomó la decisión de escaparse y así lo hizo, solo que tuvo que salir a las cinco de la madrugada con gran sigilo y el uniforme puesto: un smoking azul con solapa roja que tuvo que soportar durante el largo y caluroso trayecto en autobús.

El control que intentaba mantener el papá se veía alterado con frecuencia por la gruesa tropa de descendientes, de la que se sentía orgulloso. Cuando alguien le preguntaba por la familia solía decir:

-Tengo 18 hijos.

Y si le preguntaban:

-¿Todos vivos?

Él, invariablemente, respondía:

-Unos vivos y otros pendejos, pero todos comen…

Ruiz tenía un corazón muy grande en el que reservaba un lugar privilegiado para el mayor de los varones. No obstante, la realidad lo superaba y, muy a su pesar, descuidaba a ratos la custodia y sacrificaba su pasión por la música para hacer de lotero y comerciante de mercancías diversas. De allí que en aquella ocasión se hiciera el dormido ante la excentricidad de un chico que se fuga de casa amaneciendo y vestido de smoking, y en otras tantas cuando debía disimular su orgullo ante los afanes del músico en cierne que, no conforme con pertenecer al personal de la Sonora y al de la orquestica de los bomberos, en el poco tiempo que le quedaba subía hasta la casa del conguero Efraín Bolívar, en Simón Rodríguez, para continuar tocando y aprendiendo con El Sabor Tropical, un grupo que repetía las piezas de la Matancera.

Al año siguiente ingresó a la policía de Caracas para tocar con la Sonora de los Patrulleros del Destacamento N° 5, con sede en Maripérez. Poco después, para su comodidad, el agente Iriarte fue transferido a La Guaira para integrar Los Tiburones, una banda idéntica a la anterior que deleitaba a los bailadores en el club policial Tahití con guarachas, pasodobles y boleros.

A finales de 1965 colgó el uniforme y comenzó a trabajar para Culebra (desde entonces es un esclavo orgulloso de su nombre artístico): ingresó como Enrique “Culebra” Iriarte a un combo creado por el negro Raúl Mayora, cantante, y el timbalero Roberto Monserrat, donde la guataca y la letra armonizaban animadas por Carlín Rodríguez, Dimas Pedroza, César Monge, José Rojas “Rojitas”, y los arreglos de Eduvigis Carrillo. Era la banda adonde más temprano que tarde llegaría el catire Federico Betancourt con un cheque del Banco de Venezuela para ponerla a valer, bajo el nombre de Federico y su Combo Latino, con el disco que grabó El Palacio de la Música.

Con Mayora y Monserrat habían hecho un acetato de 45 rpm con dos temas: “Guaguancó manía” y “En cadenas”, ambos de los hermanos Palmieri; pero nada como Llegó la salsa: once temas durísimos ‒la mayoría de Mon Rivera con la orquesta de Joe Cotto‒, o mejor, diez temas y “Cocolía”, cuyo éxito desató la locura.

Fue entonces cuando Culebra decidió seguir el consejo del viejo Carrillo. Este era un veterano trompetista de la Billo’s Caracas Boys que transcribía las piezas directo del disco, quien al verlo perdido en el bolero “Cuando me quieras”, de Carmelo Álvarez, entendió que era autodidacta y le dijo, recostándose sobre el piano:

-Tú tienes talento, hijo, estudia música.

Luego llamó al cubano Roberto González, quien se encargó de los arreglos.

Enrique se matriculó en la Asociación Musical para cursar teoría y solfeo con el profesor Cecilio Mijares y, también, armonía y técnica pianística con los maestros Gerry Weil y Virgilio López, el papá del pianista Pedrito López. Allí conoció a su condiscípulo Luis Felipe González, quien poco después crearía Don Filemón y su banda. Y cuando se halló en condiciones pudo complacer a Olinto Medina con los arreglos de “Mi son Catalina”, para el Sexteto Juventud.

*

* *

En ese momento, Culebra me hizo una señal con la boca para que detuviera la grabadora: necesitaba revisar la cocina. Conversábamos en la salita de su casa. Poco antes nos habíamos encontrado en una esquina de la principal de Lídice que comunica a la estación Agua Salud con el Manicomio. Era un legítimo mediodía de domingo. Y allí estaba, metamorfoseado en un moreno largo con guardacamisa y cigarro, saludando a los escasos vecinos que se asomaban achinando los ojos. Se presentó sin protocolo, subió al carro y me guió hasta su casa, donde tenía montado el almuerzo y una botella de whisky recién abierta.

Culebra puso el numerito del Sexteto Juventud y de pronto me acordé de Carlín y el terremoto. Y le conté lo que el pana me había contado una tarde en el bulevar de Sabana Grande:

-Ese sábado, el 29 de julio de 1967, habían trabajado todo el día en el cine Anauco de La Candelaria, grabando varias piezas para “El batazo de la suerte”, de Musiú Lacavalerie, y en la noche tocarían en el Sheraton. Y ocurre que en la tarde, al salir de las grabaciones, él se fue a afeitar y al salir de la barbería se produjo el temblor. Luego se enteró de que el teatro Anauco, donde habían trabajado todo el día, se derrumbó por completo.

Culebra asintió en silencio. Repuso los tragos, suspiró y dijo:

-El gran Carlitos Villasana, el cantante de Próspero Díaz. Era muy elegante y después se metió a jipi. Me acuerdo de su chaqueta vinotinto de gamuza, con un cuello de tortuga blanco y zapatos blancos. Bien arreglado, bien peinado, un artista.

-Y después del terremoto, ¿qué pasó?

-Que todo cambió. Entre otras cosas, me casé. Tenía 21 años. Desde entonces y hasta el sol de hoy he vivido con 8 mujeres. Una a la vez, claro. Después me fui a matar tigres por ahí, porque entró el rock y los muchachos se metieron a jipis. En El Arlequín, un dancing, una vaina de ficheras, frente a la plaza Miranda, donde estaba El Salón Azul, al lado del cine Metropolitano. El Trío Universo tocaba música de Los Panchos pero se necesitaba algo más bailable para las parejas, entonces me metieron a mí, al chino Fernando Suárez, timbalero y cantante ‒hoy gaitero famoso‒ y a Nico Monterola. Después me fui a los bares del este: al Feeling, en El Rosal, antes se llamaba Embusteroso Piano Bar. La cola del piano era una barra. El negro Maggi era el pianista, pero se iba a otro negocio y entré yo.

-Y aquí es cuando conoces a Oscar D´León. Lo interrumpí a beneficio del lector ideal y aproveché para tomarme un buen trago.

-No, caballero. Dijo, fumó y agregó:

-Ya lo conocía porque yo era músico antes de ser músico. A ese piano bar llegó Angelito, venía de Los Dementes. Estaba Guillermo Rodríguez en la batería, un bajista y yo. Se va el bajista y entra Oscar. Yo lo invité, le dije: “Mira, Coco e´ mono, vente conmigo”. Y como él era conguero y siempre me decía: “Vamos a descargá, vamos a descargá”, se vino. Duró una semana. En su lugar me mandó a un señor Juan Liendo ‒mejor conocido como “Juan Pulía”‒ que me dijo: “Oscar me mandó”. Lo llamé y le dije: “Compadre, ¿qué pasó?”. Y me respondió: “Es que esa vaina es muy oscura y a mí no me gusta eso”.

-Esta es la prehistoria de la Dimensión Latina, ¿no es así?-, intervine cuando la banda de Olinto hizo silencio.

-Así es- dijo y brindamos. Luego continuó:

-Él se fue entonces para un local que estaba en la esquina de Ánimas, en la planta baja de El Universal, que después se llamó La Concha. Me invitó y formamos un quinteto. Tocábamos de todo: pasodobles, boleros, guarachas, de toda vaina. El ambiente era mucho más claro, parecía un estadio. Con nosotros estuvo Barragán ‒un saxofonista que tocó con Billo‒ y los hermanos Pacheco: Kiko en el timbal y Elio en las congas. De ahí, él seguía con su taxi, un forcito que tenía, y con las ganas de hacer otro grupo. Hasta que yo le dije: “Está bien, compadre, vamos a hacer un sexteto de metales, pues”.

Culebra cambió el disco, dio otra vuelta por la cocina y regresó campaneando su Something Special ocho:

-Yo quería algo así como el Sexteto Juventud, que estuvo tan de moda. Y me llamé al gordo Monge, que era mi pana, y a Rojitas, con quienes ya había tocado en el combo de Federico. El primer ensayo fue en mi casa, en La Guaira. Yo vivía en el piso 13 del Bloque Morocho, en la Prolongación 10 de marzo, frente al polideportivo. Ensayamos unos numeritos de Willie Colón y Eddie Palmieri. Oscar se fue emocionado y se paró detrás del edificio tocando la corneta y gritando: “¡Tenemos trabajo! ¡Tenemos trabajo!” Después nos fuimos a La Distinción, en El Rosal, que quedaba donde hasta hace poco estuvo el McDonalds. Ahí se formó La Dimensión Latina… Yo solo estuve 9 meses porque todavía trabajaba en el Feeling. En mi lugar mandé a Jesús ‒Jesús Narváez, Chuito‒ que iba a mi casa todas las mañanas y ya tocaba con Los Satélites. Una noche se dejó caer por allá el negro Víctor Mendoza para verificar lo que se decía del cantante que inspiraba, bailaba y tocaba bajo al mismo tiempo. Y se interesó en grabarlo. Hicimos una vaca para un 45. El empresario de turno… no recuerdo su nombre, dijo que era música de negros y no le paró bolas al proyecto. Entonces Mendoza lo metió en su disco anual El Clan de Víctor, con la buena suerte de que pegó el número “Pensando en ti”, de Cheo Palmar, un guaireño.

-Por casualidad, ¿ese empresario no sería Álvaro Tovar?- aventuré.

-No. Fue otro. Álvaro era el de Foca Records. Una vez me dijo que se compró un yate con el éxito de Canelita que yo arreglé.

-Verga, maestro, estamos hablando de “Rosa roja” o “Ella y yo”, ese exitazo de la negra en Sones y guajiras.

–Elena toma bombón, como cantó Maelo-, apuntó dándole fondo blanco al vaso.

-Y ustedes, ¿qué?-, pregunté imitándolo con mi whisky.

-¿Qué de qué?

-¿Qué se compraron?

-¡Ah..! Yo no me acuerdo, apenas si me alcanzaría para el pasaje del autobús para Maiquetía. No sé Rogelio. Pero ya va: eso fue en 1979 y estábamos en el 72… El gordo Monge era la pluma de La Dimensión. Tú puedes tener muchas ideas tarareando, pero el color musical lo da el lápiz y el color de esa orquesta es de César Monge. Uno de los arreglos que yo admiro mucho es el de “Divina niña”, porque Monge hizo un contracanto con los trombones, me tocó escribírselo a Oscar después y me di cuenta de eso, eso se le ocurre a un genio como al gordo Monge, un hombre tan sencillo como él.

Se levantó, cambió el disco y fue por hielo. Habló más alto frente a la neblina del congelador:

-Oscar, en cambio, metía maña: hacía el trombón con la boca, dirigía, bailaba, inspiraba de la nada y, por si fuera poco, tocaba el bajo. Es un súper dotado; pero nadie es perfecto: solo bebía vino Pasita, de cambur, y nosotros ron. Yo era compinche de sus padres y me iba con él a hacerles mercado a sus viejos y les comprábamos ron y cerveza. La mamá me regañaba para que tocara solo con él y para él, con nadie más. Él es muy introvertido. No monta en su carro a cualquier músico. Es muy hermético. Yo soy demasiado libro abierto. Él no. Es tímido. Yo siempre he sido echador de cuentos. Él no. Ahora, cuando lo sueltas en una tarima es otra cosa. Oscar es un muchachote. Yo lo quiero mucho. Fue hijo único, se crió solo. Su papá biológico es Florentino Padrón. Lo crió el señor León. El talento le viene de su mamá.

-La gente de mi generación te conoce a partir de La Salsa Mayor- afirmé casi a gritos: la música, la distancia y el pica hielos impedían el diálogo. Y al acercarse, bajé el volumen y añadí:

-Específicamente desde “El manisero”; pero antes, desde el tema uno, “Por qué será”, cuando Oscar ya viene anunciando: Culebra ebra ebra. Y en el cinco, “Oye lo que traigo”, cuando suelta: Culebra el bra bra bra. Hasta llegar al tema seis, “El manisero”, lo máximo, donde anuncia tu solo de piano con el: Culebra ebra ebra ebra abra, como si se tratara del otro yo de Enrique Iriarte.

-O sea, un Abracadabra Culebra, un juego de mi compadre. Dijo pasando el refill.

-El mago del ritmo, pues.

-Oye, no está mal, pero en este momento soy el barman del sabor-. Prendió otro Belmont y continuó a gusto:

-Eso fue en 1977, cuando grabamos el lompley 2 sets con Oscar. Ya él se había ido de la Dimensión con El Guajiro González ‒su manager, cantante y policía: trabajaba en la Disip o en la PTJ, si mal no recuerdo‒ para formar La Salsa Mayor. Lo llamaban “El Diablo de la Salsa”. Yo estaba con mi pana Luis Felipe en Don Filemón y su banda. A todas estas, mi nombre ya había comenzado a sonar como Culebra con Federico Betancourt. Después del “Culebra ebra abra” se proyecta más, pero yo era quien le arreglaba todos los números. Oscar no lee música. Los primeros arreglos que le hice son “El manisero”, de Moisés Simons, un pregón cubano de los años veinte, popularizado por Rita Montaner y Antonio Machín, y “Mata Siguaraya”, del gran Lino Frías, el pianista de la Sonora Matancera, a quien siempre admiré y tuve la oportunidad de conocer en Nueva York, en la casa de Alberto Beltrán. Todo un caballero. Ahí metí el solo de trombón de William Puchi, por cierto… También le hice los arreglos de “Siéntate ahí”, “Juanita Morey”, “Mi bajo y yo”, “María” y, entre otras piezas favoritas del bailador, “Mis hijos”, del poeta cubano Enildo Padrón, quien tuvo la gentileza de regalarme el numerito. Grabé como 6 o 7 discos. Esa fue, quizá, mi época de oro.

-Pero ahí pasó algo entre ustedes, ¿no es así?- adelanté el trago amargo.

-Ahora bien- dijo, carraspeó y bebió. -Yo le había advertido a Oscar que andaba en la movida: arreglaba para Canelita y José Rosario, junto al Cholo Ortiz y al trompeta colombiano El Pollo Gil. Y que, además, mataba con Don Filemón que venía arrasando con “La Saporrita”. Por cierto, ese tigre me lo consiguió Víctor Mendoza: montamos “La ola marina”, en la voz de Freddy Costello Nieto, y la pegamos. Hasta ahí me trajo el río. Oscar me vino con un güirirí guarará y me botó. Dijo por la prensa que yo era un borracho, dijo que no quería competencia en su grupo. Discutimos y me botó. Eso me afectó porque yo hice todo en esa orquesta. Es mi amigo del alma, mi compadre; pero es muy malagradecido.



-Pero después volvieron…

-Sí, pero le cobré caro: lo obligué a tomarse un brandy- dijo, detrás de la cortina de humo que cubría sus ojos aguados. Sonrió y continuó:

-La mañana del 23 de enero de 1980, un día antes de mi cumpleaños ‒cumplía entonces 33 años‒, me encontraba en el Círculo Militar de San Cristóbal a donde había ido contratado por el director, que era el hermano de Estelita del Llano. De pronto se presenta el coronel, el hermano de Estelita, y me dice: “Oscar viene, Culebra, y no acepto que no se hablen”. Yo no contesté nada y seguí en lo mío: estaba escribiendo el número “Deja”, de Blades, para la presentación de esa noche. Al rato me manda a llamar a su oficina porque había llegado un sobre para mí. Entonces le pedí que me lo mandara con alguien porque estaba un poco atrasado, en fin. Y en eso una voz inconfundible me dice: “Compadre, como no quiso buscar el sobre yo se lo traje”. Era Oscar. Nos abrazamos y nos pusimos a llorar. Cuando nos calmamos le dije: “Ahora usted me va a complacer: tómese un brandy conmigo, compadre, que mañana cumplo años”. ¡Apenas eran las 9 de la mañana y se lo tomó! Después hemos hecho unas cuantas cosas juntos: en el 90 fuimos a Japón por 15 días. Y cuando él se metió en el club Mazucamba, del Paseo Las Mercedes, me llamó; pero yo tocaba en Copas y Boleros.



Prendió otro cigarro, tomó un trago y dijo:

-Cuando tocaba con Oscar pasaba 14 horas escribiendo y fumando. Lo mío es mujer, caña y música. La mujer es lo más lindo que tiene la tierra. Uno necesita la pareja que lo comprenda, porque la música no es bonche, es un trabajo al cual hay que dedicarle mucho tiempo. Y si no perseveras no vences. Una vez trabajaba con un pianito eléctrico en la casa y ella, la de turno, me dice: “Ya vas a empezar con tu bulla”. Y me picó el cable con la planta enchufada. Aquello echó un chispazo y un candelero. Fue un desastre. Cuando se fue a trabajar, arreglé mi maleta y la dejé. A mí nunca me ha amarrado un hijo, porque por encima de ellas esos son mis hijos. Tengo 5. El mayor es el único músico: toca jazz con el piano. Y el mediano, Maximiliano, lo tuve con una andina y desafina hasta aplaudiendo. Dios no me dio hijas, pero me dio una nieta que es mi talón de Aquiles. Mi mujer actual, Judith, fue a verme a La Bodeguita del Medio y se fijó en mí. Yo acababa de salir de la pica cable y cuando pasé el despecho la llamé. Ya tenemos más de 20 años juntos.

-Y los otros hijos: los discos, ¿cuántos son?

-Ya perdí la cuenta. No sé en cuántos he participado. Uno de los más recientes, que me da mucha satisfacción, es el que le hice al maestro Rafael “Felo” Bacallao. Felo fue el cantante de la orquesta Aragón por 35 años. Vivió sus últimos 15 acá en Caracas. Él era mi papá, fui su pianista incondicional y le hice el disco imitando a la gran orquesta cubana con violines, cello, flauta y todo lo demás. Le estaba haciendo el segundo, pero en el tercer número se me murió. Tenía como 75 años el viejo Felo- dijo, y sacudió la cabeza como un caballo.

Luego se levantó, fue a la cocina y regresó con la buena nueva:

-Bueno, caballero, ya el almuerzo está listo. Preparé un pabelloncito que está de rechupete. Vamos a darle para que no nos peguen los palos. Y después seguimos hablando, así, sin la grabadora, que es más sabroso…

-Y por si fuera poco, maestro, se defiende en el fogón- dije, poniéndome de pie.

-No me defiendo: soy cocinero. Y electricista. Pero, por encima de todo, músico. Eso sí, me considero el hombre más natural del mundo y hago mi trabajo con amor: soy un trabajador de Culebra.

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