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Lecuona, el primer afrocubano - por Carlos Fuentes



Poco elogio hay más preciado por un compositor que su obra musical se siga interpretando al caer los años. Y el caso del pianista cubano Ernesto Lecuona (1895-1963) es crucial. Este habanero blanco sintetizó con orgullo y audacia el acervo rítmico afrocubano, cultivó la semilla negra en las músicas de la isla, luego en toda América, triunfó en París y también en las películas de Hollywood. Se cumple medio siglo de su muerte en las islas Canarias.

En una esquina, bajo la escalera del clásico hotel Mencey de Tenerife, apenas una tarja de bronce recuerda el momento. El trágico instante en el que la vida del más importante compositor de piano de Cuba se apagó en este rincón de Canarias. Ocurrió hace 50 años, el 29 de noviembre de 1963. Pero, ¿quién es Ernesto Lecuona? ¿Y que hace un pianista clásico en una revista de músicas contemporáneas? Lecuona, Ernesto Sixto de la Asunción Lecuona Casado. De su pieza Malagueña, Maurice Ravel afirmó que es “más melódica y bella” que su célebre Bolero. Y otro amigo, George Gershwin, se refería a él como “autor absoluto”, porque eso es Ernesto Lecuona: el compositor para piano de Cuba más influyente dentro y fuera de la isla. Sin duda, el mejor eslabón de la cadena sonora que hilvanó rítmica afrocubana, folklore español, aires de salón francés, neonato jazz americano y todo lo que llegaba al puerto de La Habana.

Hijo de periodista español y cubana, Lecuona inició a los cinco años el estudio de música con su hermana mayor, Ernestina. Luego, en el conservatorio con los maestros Hubert de Blanck y Joaquín Nin, compuso la marcha Cuba y América, pespunte primero de su vocación panamericana. Danzas cubanas (1911) subrayó el alma híbrida de un autor que, junto a Gonzalo Roig y Rodrigo Prats, iba a definir las líneas maestras del teatro lírico y la zarzuela de Cuba. Antes Lecuona empezó actuando en cines habaneros, pero era en casa donde su talento entraba en ebullición. En 1913 compuso La comparsa, quizá su pieza más emblemática. Elegancia de salón, alma afrocubana: la danza elegida por Bebo Valdés para reunirse con su hijo Chucho en Calle 54. Sobre las más populares Siboney y Malagueña o las más líricas María de la O y El cafetal, que encontraron en Esther Borja, aún superviviente, la voz justa en las tablas.

“Lecuona es el pianista cubano más brillante del siglo XX y su autor más lúcido. Tomó las raíces afro y españolas con gran originalidad. Y la verdad, no sé qué es más importante, si el Lecuona autor o el Lecuona intérprete. Porque su legado es imprescindible en el camino de la pianística cubana”, afirma Chucho Valdés, que rueda el documental Playing Lecuona junto Gonzalo Rubalcaba, Michel Camilo, Omara Portuondo, Esperanza Fernández, Raimundo Amador, Ana Belén y el veterano pianista cubano Huberal Herrera. “Él puso en el cielo la tradición negra de Cuba, que es donde reside mucha de la riqueza de nuestra música”, incide Chucho Valdés, “porque podía tocar a Chopin o Chaikovski, pero su ser, su identidad, le permitió aprovechar la alta formación clásica para indagar en lo popular. Quizá no fue el primer pionero, antes estuvieron Saumell y Cervantes, pero Lecuona desarrolló mucho más esa veta afrocubana y su legado inmenso está en el jazz afrocubano. Fíjate si es versátil su música que Irakere llegó a tocar a Lecuona en clave de jazz y funk porque su música es muy rítmica”.

Chucho Valdés quiere recordar una anécdota personal y, de paso, reivindicar la figura de su padre, el gran arreglista de Cuba que fue Bebo Valdés: “Ocurrió en 1954, yo tenía trece años y estudiaba piano. Un día mi papá me llevó al estudio de televisión donde Ernesto tocaba sus danzas, las que luego Bebo orquestó. Era un ensayo y allí estaba un señor muy alto. Vino Bebo y me dice: “Mira, Chucho, ahí hay un señor que quiere escuchar cómo tocas Malagueña, y yo me puse al piano, muy tranquilo, como si yo estuviera en casa. Cuando acabé, Bebo sonrió y dijo: “¿Qué, Ernesto, qué te parece el chico?”. ¿Ernesto, qué Ernesto? Lecuona, era Ernesto Lecuona. Y le dije a mi papá: “¡Coño, cómo me haces esto! ¡Hacerme tocar Malagueña delante de Lecuona!”. Pero él fue generoso, vino a abrazarme y dijo: “Estudia mucho, que vas por buen camino”.

Herederas de la santísima trinidad musical cubana Cervantes-Saumell-Roldán, las obras nutritivas de Ernesto Lecuona ensamblaron como pocas en un escenario social único. Conviene recordar el contexto de su época: el compositor cubano fue uno de los pioneros en el reclamo de respeto para el acervo rítmico africano que, a causa de la segregación racial, no era bien visto en La Habana. Desde su residencia en Guanabacoa, la villa vecina de La Habana donde luego nacieron dos de sus ahijados musicales, Rita Montaner y Bola de Nieve, piezas como Y la negra bailaba, Danza negra, La conga de medianoche o Danza lucumí pusieron la semilla negra del jazz afrocubano. Porque con el venir de los años, Cuba iba a exportar al mundo su inmenso folklore sincrético. Del son oriental de Miguel Matamoros y Miguelito Cuní al ritmo bárbaro de Benny Moré y su Banda Gigante, de la voz azul cobalto de María Teresa Vera y el bolero filin de Portillo de la Luz al mambo loco de Cachao. Una cubanía contagiosa, y el mundo entero se apuntó al baile.

Pese a su protagonismo al alza en escenarios selectos de Estados Unidos y de Europa, la locomotora creativa de Lecuona nunca bajó el pistón en Cuba. Tan pronto impulsó la creación de la Orquesta Sinfónica de La Habana como llevó su sonido híbrido a sesiones populares en cines y teatros. Remando siempre contra la corriente del momento. “Hubo quienes intentaron denostar su música clasificándola de fútil y superficial, pero Lecuona demostró todo lo contrario con su diversidad y trascendencia. Introdujo el tema afrocubano de manera original y ahí está parte de su genio creativo”, explica René Espí, productor cubano de la antología La Habana era una fiesta. “Porque, digan lo que digan, Lecuona abrió camino en una época en la que la cultura del sincretismo provocaba el rechazo de una sociedad clasista, y racista en su gran mayoría”.

Para 1924 su desembarco español estuvo listo. En un primer viaje a Madrid debutó en el teatro Lara, luego actuó en el Apolo, presentó revistas musicales y conoció Andalucía para beber del soniquete flamenco que tanto interés había despertado en su juventud musical habanera. Ernesto Lecuona volvió a España en 1932, pero cuatro años antes actuó en París ante autores de la talla de Ravel, Turina, Varèse, Cortot y de su amigo y escritor compatriota Alejo Carpentier. De su interés por esta orilla del mar, Lecuona cosechó la inspiración para la suite Andalucía, en la que las décimas simultáneas de la danza Malagueña son magistral epicentro. Sin olvidar el alcance popular de su homenaje a la nutrida colonia gallega afincada en Cuba, la conga Para Vigo me voy compuesta en 1935.

Pero fue en Andalucía donde Lecuona incardinó su formación clásica y la rítmica afrocubana en el folklore popular español. “Ese lenguaje musical le causó gran impacto, pero no vio ese legado como un hecho decorativo sino como material de primer orden”, indica Gonzalo Rubalcaba sobre el alma andaluza del autor cubano, plasmada en Playing Lecuona con Raimundo Amador sobre Malagueña y Siboney. “Lecuona tocó como vivió sus días españoles, lo que olió, lo que comió”, incide Rubalcaba, “y devolvió influencias sin perder la esencia pianística. Escuchamos cuadros sonoros intrincados en lo español, pero nunca dejó de ser Lecuona: él nunca trató de suplantar a nada ni a nadie”. Para el guitarrista, Lecuona es una suerte de atlas sonoro de dos orillas. “Su música es una prueba más de cómo el flamenco bebió tradiciones de los dos lados”, señala Amador. “Ahí están los cantes de ida y vuelta, la guajira, la rumba, la vidalita y la milonga, que nos conectan más y mejor con América Latina que con muchos sitios de España”.

Y la valentía sempiterna de Lecuona. Más allá de reseñar sus manos gigantes, perfectas para tocar a Schubert, Listz o Gottschalk, sus triunfos en Nueva York y en Hollywood, su nominación al Óscar por Always in My Heart (1943) o su postrero esquinazo al castrismo que llegaba, Rubalcaba vindica su audacia: “Se ha manejado cierto prejuicio con la estética del ser cubano, incluso desde el ámbito intelectual, pero Lecuona defendió una constante renovación en la transformación de la pianística, huyendo de la mera repetición. De una misma pieza él mostraba más formas de tocarla, mostraba estados de ánimos, tempos distintos”, afirma Gonzalo Rubalcaba sin esquivar la responsabilidad presente. “Reivindicar a Lecuona es indagar en la revalorización y en la reinterpretación de su obra para asumirla desde un estado crítico hacia unas nuevas vías. Se lo debemos a este visionario que supo plasmar en su música todo lo importante que buscó y encontró, ya fuera en Cuba, en España o en Estados Unidos”.

Publicado en la revista Rockdelux en diciembre de 2013

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