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Un Réquiem Por Rafi 100 - José Arteaga.



14 de febrero de 2010 ·

Falleció en Barranquilla el padre de las salsotecas colombianas y rey de los picós de Curramba, Rafael Alfonso Figueroa. Este es un extracto del libro La Salsa, donde se narra como nació La Cien.
"Era el veintinueve de noviembre y aún seguía borracho. Daba tumbos y levantaba el polvo a cada paso por la calle despavimentada. Una brisa típica de las zonas cálidas lo empujó por atrás y estuvo a punto de tirarlo al piso.
Cuando llegó a la carrera 25 caminaba en un solo pie. Arrastraba el otro en un acto inconsciente que su borrachera lo impulsaba a realizar. Se apoyó junto a un árbol y maldijo. Ninguna palabra coherente salió de sus labios, sólo monosílabos y escupitajos.
Tenía la cabeza caída sobre su pecho. Asentía débilmente hasta que su instinto lo impulsó a continuar el camino. Levantó la cara al mismo tiempo que los párpados caían. Estaba en la esquina de la calle 29 junto al arroyo. Entonces tuvo la sensación que algo había cambiado desde la última vez que pasara por allí. No supo que era hasta que cayó violentamente sobre la tierra. Era música. Antes no había música y ahora sí. ¿A quién demonios se le había ocurrido poner un radio en la tienda de la esquina? Pensó todo eso pero ya no se podía parar.
En el interior de tienda, un mulato robusto de un metro con 79 centímetros y ojos saltones miraba orgulloso al aparato de donde procedía la música. El primer traganíquel del barrio. Un orgullo para Rebolo. Un gran mérito tuyo, le decían quienes rodeaban al dueño del aparato y de la tienda. Buena esa viejo Rafi, gritó alguien desde la puerta.
Rafael Alfonso Figueroa no llevaba mucho tiempo administrando su propio negocio. Lo hacía desde la muerte de su padre que lo obligó a dejar cuaderno y lápices en el Colegio Barranquilla y empezar a ganarse la vida por sí mismo. Tenía 18 años y un deseo inmenso por montar un sitio donde sonara música.
En septiembre de 1959 puso el sitio, una tienda de víveres ubicada en pleno centro del barrio Rebolo, a escasas cuadras del Estadio Moderno. A los tres meses llegó la música en forma de traganíquel. El movimiento de esa caja de vidrio y madera donde un engranaje mecánico buscaba el disco y lo ponía, llamó la atención de la clientela de la tienda. De un sólo momento a otro se convirtió en la más popular y por supuesto las ventas mejoraron. Para Figueroa había llegado el momento de surtir con más discos el aparato.
Compró unos cuantos y los instaló en la máquina. Dejó que la gente colocara las monedas y se dedicó a vender tras el mostrador. Los clientes se sentaban día tras día en cajones de cerveza. Insertaban una moneda. Bebían. Insertaban otra. Volvían a beber.
El zapatero llegó una mañana al local. Nadie se dio cuenta de su presencia, ni cuando miró con ojos al borde del llanto el traganíquel, ni cuando buscó afanosamente una moneda entre el bolsillo del pantalón. Todos hacían lo mismo. Quién iba a reparar en él. Vio el nombre del tema en una esquina. Presionó el botón. El andamiaje mecánico bajó. Un plato metálico salió de allí y un pequeño disco cayó sobre él. Alberto Beltrán, con su vozarrón de tenor, acompañado por dos trompetas, empezó a cantar: "Yo sé que andas diciendo que nunca me has querido, que sólo fui en tu vida un rato de placer. Perdono tus ofensas porque sé lo que eres: la mujer que en mi vida fue la número cien".
Embriagado por la nostalgia, el despecho y el licor repitió el disco tantas veces como le fue posible hasta que lo apartaron del traganíquel. Al día siguiente repitió su dosis de desamor. A la semana todo el barrio sabía de memoria la letra de la canción. Al mes una señora encargó al hijo las compras diarias. Vea Fernando, agarre ahí dos pesos y vaya a la número cien y tráigame una libra de azúcar, una de arroz, pielrojas y leche.
El disco había convertido a la tienda en la más conocida de Rebolo. Figueroa no podía precisar su estado de ánimo. Lo más indicado era pensar que estaba asombrado. La Número Cien, de Alberto Beltrán, no saldría de su traganíquel hasta que lo rayaran, lo cual, con las asiduas visitas del zapatero, no tardaría mucho. Hizo un inventario y decidió ampliar el surtido. De ahora en adelante vendería también gaseosa.
El distribuidor arribó a la tienda con varias cajas y una propuesta. Te vamos a poner un aviso con la marca nuestra. Figueroa estuvo de acuerdo. El distribuidor preguntó: ¿Cuál es el nombre de la tienda? Los uno con 79 del dueño se estiraron. Jamás había pensado en un nombre. Su vista se detuvo en el traganíquel. Recordó el despechado, el disco, el cantante y a los comentarios del lugar. Por fin respondió: Póngale ahí La Número Cien-".

La Salsa (José Arteaga. intermedio Editores, Bogotá, 1990). Pags. 139-141.
La foto fue una cortesía de Gilberto Marenco Better en 1990.


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